domingo, 23 de abril de 2017

Un relato embrigador

En un momento de hundimiento total, tuve la necesidad de crear algo impactante, que dañase la conciencia o al menos hiciera en alguien regurgitar algún negativo sentimiento. He aquí el breve relato de alguien que decidió echar la culpa a quien no debía.


Licor de ejecuciones

- Sírveme una copa, de algo fuerte.
Y el camarero le sirve una copa de tono gris, de tonos más claros y oscuros, arremolinados en un vaso de cristal ancho y bajo, concentrado y duro de tomar. Un vaso lleno de decadencia.
- ¿Sabes? Antes no solía beber este tipo de tragos. Antes me limitaba a criticar estas bebidas y sin embargo... mírame, tomando como un militar que no sabe si al día siguiente, en la guerra, perderá o no su vida.
Se acaba el trago, con un acelerado respirar.
- Ponme algo más, creo que me hace falta.
Acto seguido, tras una mirada de total servicialidad, el camarero le sirve una alta copa, de sinuosas curvas y elegante forma. La hermosa copa contiene un rojo licor, como si de magma se tratase, con una enana nube de tono negro sobre el contenido de esta. Se la empieza a tomar con suavidad, con pequeños golpes de nuez y tragos ligeros como luciérnagas. Conforme la copa se vacía empieza a tomarla con fuerza, ¿acaso el tiempo se acaba?
- Pero escuché cosas verdaderamente hermosas de este acto. De diversión y olvido, de braveza y energía. Yo estaba vacío, y necesitaba llenarme. Necesitaba que yo me dejase ser quien realmente en el fondo estaba enterrado. Un elixir que me haría pecar. Una ablución a mi alma y la ligereza de sentirse libre.
Sus pies se inquietan, mucho además. Parece un danzarín que baila entre escollos.
- Otra.
La larga barra de caoba resuena con la siguiente bebida. El vaso es de puro hielo, escarchado y humeante. El frío se puede sentir hasta en el tuétano pero, ¿qué contiene el dicho vaso? Una bastante espesa bebida de vívido tono azul, brillante como si el sol hubiera sido bañado en tinte de lirios de agua. Una mística luz.
- Y cómo no, ante mí, en rituales de todo tipo, se amontonaban humanos. Unos besaban a otros. Otros me miraban. Otros se pegaban entre ellos mientras que grupos de ellos, juntos, gritaban y rogaban al sol que se muriera. Reían a la luna para enamorarla pero ella, indiferente, solo atendía a las luces del exterior. Juntos pero sin mirarse a las caras. Ellos se mataban y matan... ellos se acostaban entre ellos y se acuestan... ellos se gritan y arrancan los ojos.
La escasa luz que proviene de unos enanos vórtices sobre su cabeza pueden ser tachados como únicas luces del bar. Iluminan lo justo como para ver al individuo y los brazos del camarero.
- ¿¡Acaso alguien te ha dicho que pares!? ¿¡No, verdad!?
Las manos del camarero viajan a una estantería de la cual saca una fina botella encorchada. La botella, una vez deja entrar aire a su interior, empieza a verter el la verde bebida color jade y esmeralda sobre un ancho cuenco de madera tallado. Sin duda el olor a hierbas de topo tipo proviene de ahí.

- Los quemé, uno por uno. Cada persona, cada insecto, cada bestia que formaban esos humanos. Todos venían de demonios o verracos. Pero... ¿quién ejecutaba esas órdenes? ¿yo o esa afrutada bebida que tomaba? Bebía y bebía... y solo conseguía matar más y más. Pero ellos sonreían en sus rituales. Me sonreían. Y yo les prendía fuego.
Sus ojos brillan rotos y oscuros. Las lágrimas reinan sus ojeras color mora.
- Debería parar...
El camarero, de un cajón bajo la barra, saca un cuchillo de acero negro que brillan como el lecho marino durante la selenita noche. Le tiende al dicho individuo el cuchillo y le invita a actuar. Entre lágrimas, sollozo y pestilente desesperación, explota en rabia. Rompe la silla, una de las luces y tira todo recipiente al suelo.
- ¡Tú! ¡Tú me has servido! ¡Tú me has matado dándome de beber! ¡Haciéndome hablar de mis pecados y mis motivos para pecar!
Y lo hace. Clava el cuchillo en las entrañas del camarero. No lo cree, su cara queda paralizada, ceramente blanquecina. El camarero se deja caer delante y por fin se le ve: respira acelerado, pies inquietos y lágrimas como lluvias torrenciales. El rostro de mirada oscura y rota cruza con su mirada. El camarero tiene su mismo rostro. Su misma desolación. De su camisa, en la parte superior del vientre, comienza a brotar sangre a borbotones. Una vez la sangre forma una enorme charca parecida a vino, suena un golpe seco al caer. Uno nada más.

Y las luces se apagan.